jueves, 5 de junio de 2014

Se cumplen 116 años del nacimiento de Federico García Lorca


El poeta y la sangre del torero



Por: Ezequiel Abdala


Federico García Lorca -nacido tal día como hoy, pero en 1898- cuenta entre las desdichas de su ya trágica vida el tener que ver morir a uno de sus amigos más queridos, el torero Ignacio Sánchez Mejías.
Corría el año 1934, los ánimos se crispaban en la polarizada España y se comenzaba a cocinar la guerra civil que dos años después acabaría con la vida del poeta, cuando Sánchez Mejías, torero valiente y arriesgado pero con escasa técnica y destreza, se lanzó al ruedo en la plaza de toros de Manzanares, en Ciudad Real, y no más empezar la faena recibió una fuerte cornada en la pierna derecha por parte de Granadino, un toro pequeño y manso que de potencial víctima pasó a victimario y le causó la muerte al torero, quien falleció de gangrena dos días después.
De ese trágico evento surgió Llanto por la muerte de Ignacio, un conjunto de cuatro poemas fúnebres compuestos por Lorca para su amigo torero, que es considerada por muchos críticos como la mejor elegía escrita en español después de las Coplas por la muerte de su padre, del poeta castellano Jorge Manrique.
Para celebrar los 116 años del nacimiento de Lorca, traemos “La sangre derramada”, uno de los poemas de Llanto por la muerte de Ignacio, porque, aunque pueda parecer contradictorio, allí es donde se descubre al genio: en que puede embellecer con palabras hasta la misma muerte. Y eso hay que celebrarlo:
La sangre derramada
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!


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