Más allá de lo antes dicho hay que reparar en la realidad de una fuerza gobernante que debe aprender a “tocar los timbres”, como se dice en la jerga política. Porque si bien Cambiemos es una alianza, los pasos dados por Mauricio Macri dejan en claro que quien va a gobernar es el PRO, apenas con participaciones menores del radicalismo, un partido con mayor tradición en la gestión de gobierno.
El PRO ha gobernado la Capital, pero es obvio que el partido de Mauricio Macri carece de rodaje en la gestión nacional y tampoco tiene cuadros propios para ocupar ni siquiera los cargos de mayor responsabilidad. La Nación tiene otra complejidad y, sobre todo, está falta de la caja abundante que la que sí dispone la Ciudad de Buenos Aires. Con una billetera abultada todo es más fácil y cuando no se la tiene los problemas se multiplican.
Para armar su equipo el nuevo presidente eligió un atajo afín con su sesgo personal y político: seleccionó empresarios y gerentes provenientes del sector privado. La intención, sin duda, es proyectar la idea de que quien ha sido exitoso en la actividad privada puede serlo también como administrador estatal. Razonamiento por lo menos dudoso, aún para el caso de las personas más inteligentes.
Aunque habrá que darle tiempo al nuevo gobierno y esperar las primeras medidas, todos los anticipos y trascendidos apuntan claramente hacia una gestión que va a privilegiar a aquellos que lo respaldaron en su campaña. Entre otros, pero en primera línea, los grandes productores agropecuarios, el poder financiero nacional e internacional y los grupos mediáticos corporativos. Por fuera de este cuadro queda la industria nacional, en particular la pequeña y mediana empresa, también entre otros. A pesar de las reiteradas declamaciones de “estar con vos” dirigida a los trabajadores y a los más pobres, éstos no parecen estar en el centro de las urgencias, aunque sigan siendo parte del discurso. Entre diversos motivos porque cuando se gobierna de lo que se trata es de elegir prioridades y en el caso del PRO las preferencias están muy lejos de los actores populares.
Ya habrá tiempo, llegado del caso, de hacer un balance de lo que se gana y se pierde o, mejor dicho, de quienes ganan y quienes pierden.
También para el Frente para la Victoria (FpV) y para el peronismo que mayoritariamente lo integra, es una situación nueva. No es inédito para el peronismo estar en la oposición. Sí para el kirchnerismo, en particular. Muchas manifestaciones parecen indicar que varios de los dirigentes enrolados en lo que a partir de ahora será la oposición, no han tomado todavía debida nota del resultado electoral y actúan como si nada hubiera pasado. Pretenden seguir marcando las reglas del juego político. Sin duda podrán incidir –y ojalá lo hagan a través de la representación legislativa, las gobernaciones y municipios a su cargo– pero la conducción general del país está ahora en otras manos. Es un dato insoslayable.
Tendrán que acostumbrarse también a hacer política sin la importante rueda de auxilio que significa el manejo del aparato del Estado y sin la administración del tesoro también estatal. Otros son los recursos, pero otros también tendrán que ser los métodos y las formas. No solo por este motivo, sino también porque la autocrítica que se necesita después de una derrota como la sufrida exige reformular estrategias y tácticas. El peronismo, que en su ADN tiene a las bases populares, tendrá que preguntarse seriamente por qué, después de doce años en el gobierno, perdió el apoyo de una parte importante de estos sectores.
Adicionalmente, también del lado ahora opositor, habrá que encontrar los mecanismos para evitar el “pase de facturas”, los enfrentamientos, las divisiones y las fugas, siempre más fáciles de contener desde el poder que desde el llano. Algunos indicios de esas disputas ya quedaron en evidencia en las últimas semanas.
No parece acertada la iniciativa de algunos grupos del FpV que rotulan la nueva etapa como “resistencia”. No hay tal cosa. La derrota sufrida por el peronismo y sus aliados fue el resultado de las urnas en una confrontación democrática con reglas aceptadas por todos. Se resiste a una dictadura, a alguien que llega al poder mediante mecanismos autoritarios. En democracia se discute, se debate, se confronta, se defienden derechos y se lucha para imponerlos o preservarlos.
Al margen de estas consideraciones sería también saludable que el nuevo escenario, con la ayuda de todos los actores, contribuya al debate de las cuestiones de fondo que siempre son las que están ligadas a la calidad de vida y los derechos de las personas. Es ir a los problemas y no apenas discutir sobre la superficie de las cosas, sobre las formas. A esto conduce reiterada e inevitablemente el discurso del PRO por la superficialidad y, en ciertos casos, por la banalidad. Tampoco aportan algunos personajes del FpV más proclives a las chicanas que a las respuestas políticas. La confrontación insustancial puede ser el entretenimiento de ciertos políticos, pero nunca será un aporte verdadero y eficaz al bienestar del pueblo. Hasta ahora ninguna de las partes ha dado signos claros de querer transitar por este sendero.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais//Por Washington Uranga
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