Es un hombre difícil de definir. Pintor, escultor, escritor, viajero incansable, bon vivant… Carlos Páez Vilaró siempre vivió según su deseo y, persiguiendo sueños, encontró su destino de artista. A los 10 años editó su primera revista, a los 18 vino a Buenos Aires con una valijita de cartón en la que traía sus pinceles y, empujado por la curiosidad, comenzó a pintar lo que veía en la noche porteña. Volvió a Montevideo y se vinculó con los afrodescendientes uruguayos y su cultura, gran fuente de inspiración para su pintura. "Pinté en cartones, en lienzos y en tambores, escribí para comparsas, dirigí coros y actué en una murga", confiesa. Enamorado de la negritud, inició un viaje que lo llevó por Brasil, Haití, República Dominicana y varios países de Africa, donde fue dejando su sello en murales, dibujos y cuadros. Conoció a Picasso y Dalí, al Che Guevara y a Brigitte Bardot, y volvió a su país para radicarse en Punta Ballena, en Casapueblo, su "escultura habitable" sobre los acantilados, acaso la postal más difundida de Punta del Este en el mundo y, junto con su obra, el gran legado de una travesía de 90 años.
–¿Sabe cuántos cuadros pintó a lo largo de su vida?
–Es difícil hacer esa cuenta, porque soy un hacedor permanente. Toda mi vida fue hacer cosas, pero hacer cosas para sostenerme, casi como vivir del trueque. Yo le pagué a un dentista con un cuadro, he pagado un pasaje con un cuadro y también pagué las ventanas y los pisos de esta casa con cuadros. Pero sí puedo decir, porque justo estamos haciendo un inventario, que en el museo de Casapueblo hay alrededor de cinco mil obras.
–¿Tiene la misma pasión por pintar que cuando era joven?
–Sí, no paro de pintar y dibujar. De hecho, estoy un poco cansado porque en el último tiempo acepté demasiados compromisos y, como me los tomo con responsabilidad, me llevan tiempo y energía. Para mi última exposición en Tigre pinté cincuenta y dos obras.
–¿Para una sola exposición?
–Lo que pasó es que cuando el intendente me invitó, yo acordé con él que iban a ser veintiséis obras. Las pinté y después me di cuenta de que quizás no me las dejaban pasar por la Aduana, entonces fui a Buenos Aires y pinté otras veintiséis. Y en esa carrera por cumplir me encontré con que me dejaron pasar los primeros, así que la muestra tuvo cincuenta y dos cuadros, una cantidad enorme que ocupó todo el museo.
–Está a punto de cumplir 90 años. ¿Hizo un balance?
–No, balance no, más bien me inclino por la reflexión y los recuerdos. Este es un tiempo para reflexionar, para pedir disculpas por los errores y también para conmemorar algunos logros y, a esta edad, en que disminuyen mis posibilidades de hacer cosas, rescatar recuerdos es para mí una inyección de vida.
–Y también para festejar. ¿Cómo va a celebrar?
–Y, seguramente celebraré con los míos. Tengo una familia grande (seis hijos, seis nietos, seis bisnietos) y dos de mis hijos también cumplen años en esa fecha, así que vamos a festejar todos juntos. ¡Una locura! A mí me toca compartir esa soplada de velitas.
–¡Pero cumple 90! Usted tiene que ser el protagonista…
–[Risas]. Sí, pero mi hijo Carlitos cumple 60 el mismo día y ya me dijo que si no voy a Montevideo a festejar con él, me mata. Aunque no sé, últimamente viajar me agota, pero creo que voy a ir igual. ¿Sabe? Lo primero que hago cuando llego a Montevideo es ir al Mercado del Puerto, que es como mi consulado en la capital. Voy a ir a reencontrarme con su gente y tomarme un medio y medio para celebrar con ellos.
–Después de haber recorrido tantos países, ¿Punta del Este sigue siendo su lugar en el mundo?
–Sí, claro. Aunque por donde anduve siempre llevé a Uruguay en mi corazón.
–¿Cuáles son los momentos de su vida que recuerda como los más felices?
–Yo soy un hombre feliz. Primero por haber nacido en Uruguay, un país especial de gente especial. Feliz de tener una linda familia. Feliz de que mis hijos estén hermanados. Feliz de vivir como quise. Feliz de haber podido hacer esta casa, que es una osadía, una insolencia mía porque no soy arquitecto. Tengo muchísimas razones para ser feliz porque, en definitiva, yo no soy más que un vanidoso que firma cuadros.
–¿Casapueblo es su legado?
–Es la casa que me animé a hacer con mis propias manos, como el hornero hace su nido con el pico. Y me ha dado muchas satisfacciones, porque es como un templo de diálogo para jóvenes, artistas y amigos que encuentran en esta casa "su" casa. Aunque para mí, el mejor momento en Casapueblo es en invierno, cuando vienen los chicos de los colegios, con sus guardapolvos blancos y sus moños azules, se desparraman por todos lados a dibujar y pintar, hasta en el piso se ponen, y se dan el gustazo de ver por primera vez el color azul del mar.
–¿Y los momentos más tristes?
–Sin duda, el más triste fue la tragedia de los Andes, en octubre de 1972, en la que el avión en el que viajaba mi hijo Carlos Miguel se perdió en la Cordillera. Fueron semanas y semanas de búsqueda, de angustia, de dolor, hasta que unos días antes de Navidad supimos que había dieciséis sobrevivientes y entre ellos estaba Carlitos.
–¿Cuál es su próximo proyecto?
–En Tigre me halagaron poniéndole mi nombre a una plaza, así que voy a pintar un mural allí, ayudado por un grupo de chicos. Y después no sé, me gusta alimentar mi arte de la sorpresa y guiarme por mis estados de ánimo.
–Quizá su estado de ánimo lo lleve una vez más a Montevideo para carnaval, a salir con la comparsa y mezclarse con la gente...
–Creo que este carnaval va a ser el último que salga con el tambor, porque mi físico ya no es el de antes. Aunque no quiero confirmar nada, porque siempre digo que es la última vez y al año siguiente me desmiento.
Texto: Gabriela Grosso
Fotos: Matías Salgado .
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