Kenia pidió desmantelar el campo de refugiados más grande y antiguo del mundo, donde viven unas 350.000 personas que apenas tienen lo básico y perdieron toda esperanza
Cuando en enero de 1991 comenzó el conflicto civil en Somalia, decenas de miles de personas cruzaron a la vecina Kenia y se instalaron de modo provisorio en un campo de refugiados que instaló la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur). Pasaron 25 años y Daadab se convirtió en el campamento más grande y antiguo del mundo, con cientos de miles de habitantes. La semana pasada el gobierno de Kenia pidió desalojarlo en tres meses. La inesperada indicación fue en seguida cuestionada por los actores en el terreno, que consideran inviable un desalojo de tamaña estructura y que no ven perspectivas seguras para los refugiados.
Lo que motivó el pedido de Kenia fue el ataque del pasado 2 de abril en la universidad de Garissa, donde extremistas somalíes ingresaron y mataron a más de 140 estudiantes. Las autoridades ven en la porosa frontera una apertura a la inseguridad y creen que el campamento de Daadab, donde viven sobre todo somalíes, puede ser un foco de extremismo en su territorio.
La Acnur, que supervisa el campamento, pidió al gobierno de Kenia que reconsidere su petición y que “recuerde su obligación de garantizar la seguridad de sus ciudadanos y de las demás personas que viven en su territorio, lo que incluye a los refugiados”.
Algo similar manifestó Médicos Sin Fronteras (MSF), que está presente en Daadab desde hace dos décadas. “El cierre del campo y el regreso de sus residentes a Somalia tendría consecuencias dramáticas y pondría en peligro la vida de cientos de miles de personas”, sostuvo la organización médico humanitaria en un comunicado.
Kenneth Lavelle, director de programas de MSF, dialogó con El Observador y explicó en detalle la situación de Daadab, que hace tiempo dejó de ser un campamento provisorio para parecerse más a una ciudad inestable. De hecho, el campo –que en realidad son varios en uno– sería la tercera urbe más poblada de Kenia, después de Nairobi y Mombasa.
“Los campamentos de Daadab son enormes, son ciudades pequeñas. Viven familias enteras en condiciones de hacinamiento, los resguardos a veces son temporales, con plásticos, planchas de madera o de lata, y cuando llueve es extremadamente difícil para ellos. Tienen que conseguir maíz y agua. Y lo más tremendo es que no tienen cómo ganarse la vida, dependen totalmente de las donaciones de comida para sobrevivir”, explicó Lavelle, un escocés que ahora está en Ginebra y que visitó varias veces la ciudad que nunca fue cimentada.
“Hay un gran sentimiento de desesperación, de no saber qué traerá el futuro ni cómo será el porvenir de sus hijos ni de sus nietos, que nacieron en el campamento. Veinte años es un período largo y se hace muy, muy difícil para los que llevan ahí tanto tiempo”, profundizó.
En Daadab los horizontes se esconden detrás del polvo seco. “Hay escuelas para los niños, pero una vez que terminan la educación quedan pocas opciones: no hay dónde trabajar, no hay perspectivas de tener un empleo y, en un futuro, no hay cómo ganarse la vida y apoyar a la familia”, abundó el responsable de MSF, actualmente la única proveedora de servicios médicos en uno de los campos, Dagahaley.
La seguridad, que fue lo que en un principio motivó la partida de los somalíes de sus casas, tampoco está garantida en la zona. “Adentro de los campamentos los refugiados padecen violencia, ataques, robos, violaciones. Porque es muy grande y no hay protección suficiente para ellos. Tenemos que recordar que se fueron de un conflicto en busca de protección y a veces allí ni la encuentran”, lamentó Lavelle. El orden es impartido por los oficiales kenianos, pero no es fácil de garantizar.
En condiciones muy precarias y en absoluta dependencia de la decreciente ayuda internacional, los refugiados querrían volver a su casa, como cualquier persona en esa situación. “Pero la razón por la que dejaron Somalia fue por el conflicto. Esta guerra continúa, así que no se sienten como para volver a casa. Es más seguro quedarse allí”, confirmó el responsable de MSF.
Somalia no es ningún destino para estos refugiados. Allí hay muy pocos servicios operativos y en muchas zonas casi no hay hospitales. Los que emigraron perdieron todo lo que tenían y ahora no tienen medios para recomenzar su vida. “Enviarlos de vuelta a su país sería un castigo para cientos de miles de personas, a las que obligarían a volver a una zona donde no hay garantías de seguridad ni de cuidado médico, que son casi inexistentes”, cuestionó hace unos días Charles Gaudry, jefe de misión de MSF en Kenia.
En diálogo con El Observador, Lavelle sugirió alternativas más humanitarias para el eventual traslado: reinsertar a los refugiados en distintos países, ubicarlos en campos más pequeños y por lo tanto más controlables, o integrarlos en diferentes comunidades de la zona. “Hay otras opciones, pero el regreso a Somalia hoy no debería ser una de esas”, subrayó el escocés.
La Acnur también sugirió alternativas y, en un comunicado que divulgó la semana pasada, propuso retomar el plan piloto aplicado en diciembre de 2014 de repatriar a los que voluntariamente lo quisieran. “En todo caso, Acnur considera que el regreso masivo no es posible en muchas zonas de Somalía, especialmente en el sur y centro del país”, insistió la agencia.
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