Por Vicente Battista
El próximo 27 de enero se cumplirán 41 años del Acuerdo de Paz que, en París, firmaron representantes de Vietnam del Sur, los Estados Unidos de América, el Viet Cong y el gobierno socialista de Vietnam del Norte. Ese convenio pretendía poner fin a una guerra iniciada en 1959, primero apoyada tibiamente por el gobierno de John F. Kennedy y luego, con enorme fervor, por el gobierno de Lyndon B. Johnson. A este demócrata texano no le tembló la mano cuando el 2 de marzo de 1965 ordenó el envío de cien cazabombarderos con el definitivo propósito de descargar doscientas toneladas de bombas sobre Vietnam del Norte. Devoto de Los Discípulos de Cristo, el presidente Johnson dijo que su fin era “destruir acero y hormigón”, para así doblegar la voluntad del pueblo vietnamita. Sin duda, poco sabía del sentido de la ética, de la voluntad y del tesón de ese pueblo que había ordenado destruir. Tampoco se enteró de la primera derrota que sufriría el gobierno que había presidido: murió cinco días antes del Acuerdo de Paz de París. Fue otro político, en este caso republicano, quien supuso que ese acuerdo le brindaría ciertas ventajas. El presidente Richard Nixon, que había homologado el lanzamiento sobre Vietnam del Norte de siete millones de toneladas de sustancias químicas tóxicas y cien mil toneladas de bombas, superando las enviadas durante toda la Segunda Guerra Mundial, entendió, por fin, que el poder imperial y la fuerza bruta que ese poder detentaba no eran suficientes para derrocar a un pueblo resuelto a defender sus derechos, su libertad y su dignidad. Nixon, que había confesado que prefería perder la reelección presidencial antes que ser el primer presidente norteamericano en perder una guerra, aceptó con aires de triunfo el Acuerdo de Paz de París. Un año más tarde, el 29 de abril de 1975, las tropas vietnamitas tomaron Saigón.
Richard Nixon logró su objetivo: fue reelegido para el segundo mandato presidencial y evitó ser el primer presidente norteamericano en perder una guerra; como consecuencia del escándalo Watergate, el 8 de agosto de 1974 renunció a su mandato. El flamante presidente Gerald Ford fue quien asumió la humillación de la derrota: el gran imperio del norte, con una extensión de más de nueve millones de kilómetros cuadrados, una población que supera los trescientos millones de habitantes y con la mayor fuerza bélica del planeta, caía vencido frente a un país de trescientos mil kilómetros cuadrados y noventa millones de habitantes. Una vez más, David vencía a Goliat, claro que en esta ocasión no era fruto de un milagro bíblico sino de la inquebrantable voluntad de un pueblo. Ho Chi Ming, que significa “El que ilumina”, les alumbró el camino. Murió en 1969, por lo que no alcanzó a ver el rencoroso retiro de las tropas estadounidenses ni la unificación de su país, pero poeta al fin, supo vislumbrar ambas cosas. Mucho antes de morir escribió: “Mientras existan ríos y montañas, mientras queden hombres, vencido el agresor yanqui construiremos un Vietnam diez veces más hermoso”. Desde entonces se lo nombra como El Heroico Pueblo Vietnamita. Pocas veces un adjetivo se aplica con tanta justicia: algo más de seis millones de muertos y una nación económicamente destruida fue el precio que debieron pagar para vencer al invasor yanqui y expulsarlo definitivamente de sus tierras. Aquella fue la primera gran derrota del ejército norteamericano y, por consiguiente, uno de los insoslayables acontecimientos del siglo XX.
Ahora, a comienzos del siglo XXI, se acaba de producir un suceso de parecido calibre: los Estados Unidos de América y la República de Cuba reiniciarán sus relaciones diplomáticas. Sé que es un despropósito comparar los movimientos de ciertas piezas protocolares con las catástrofes provocadas por dieciséis años de guerra. Cuando hablo de parecido calibre me refiero a la dignidad y al heroísmo de Vietnam y de Cuba. Ambos pueblos se enfrentaron a un mismo enemigo; Vietnam supo del horror del napalm y de las destrucciones masivas, Cuba de invasiones, sabotajes, atentados terroristas y un infame bloqueo que ya lleva más de cincuenta años. Vietnam expulsó de sus tierras al hasta entonces invencible ejército norteamericano, Cuba resistió el bloqueo y jamás permitió que ese ejército invadiera sus tierras. De igual modo que 41 años atrás el gobierno de Richard Nixon aceptó un acuerdo de paz que un año después significaría el triunfo definitivo de Vietnam, ahora el gobierno de Barack Obama acepta que es imposible doblegar a “un largo lagarto verde, con ojos de piedra y agua”. Han comenzado las diligencias para reiniciar las relaciones diplomáticas, se avecina el fin al bloqueo económico, lo que significará el triunfo definitivo de Cuba.
El llamado Período Especial fue una prueba de fuego para la Revolución Cubana: se había acabado la ayuda de la URSS, porque simplemente ya no existía la URSS, vendrían los ajustes más duros de todos los que había conocido la isla. Exceptuando salud, educación y cultura, se redujeron al mínimo los presupuestos de las áreas restantes. Un amigo cubano me contó de qué modo vivió durante ese período el aniversario de su boda. En casi toda La Habana estaba la luz cortada, para la cena él y su esposa sólo contaban con una papa hervida. Encendieron dos velas, situaron la papa en el centro de un plato y cuando se disponían a comerla recordaron aquella formidable escena de La quimera del oro: Chaplin saboreando con deleite la suela de su zapato; entonces rieron por largo rato. Mi amigo cubano dice que aún recuerda el admirable sabor de aquella papa. “Podrás perder mil batallas pero solamente al perder la risa habrás conocido la auténtica derrota.” La frase es de Ho Chi Ming y sirve para entender de una vez por todas la hermandad de vietnamitas y cubanos: ambos pueblos desconocen las derrotas porque nunca perdieron la risa.
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