jueves, 8 de mayo de 2014

CHICO CARLO (Fragmento)

Autora: Juana de Ibarbourou




    ¡Cómo me gustaba cantar! Sabía décimas y vidalitas, lo único que una niña
puede aprender espontáneamente en un pueblo del interior del Uruguay. La 
décima es nuestro romance. Yo amaba estas canciones y las repetía hasta 
casarme, arrullándome con su ritmo, viviendo en el amor y la epopeya de sus 
héroes, sin entenderlos, pero sintiéndolos ya en la adivinación de mis sueños 

del porvenir. De todos lados me mandaban buscar para que las repitiese en las
fiestas familiares. Yo acudía con esa audacia inconsciente que da la 
manifestación artística precoz. Jovial, mamá solía decirme: 

–Sí, sí, mi ranita, anda a cantar. No te olvides de “Palomita blanca” y
“Bayana triste”, que es lo mejor que sabes. 

     Por cantar, yo desdeñaba hasta el juego con los otros chicos. Era una felicidad que no comprendía, pero que me embriagaba. A mi padre, jefe en la guerra y siempre amigo en la paz, del célebre y amado caudillo de los blancos, Aparicio Saravia, se le ocurrió un día llevarme a su casa para que cantase en su presencia. Era mi padrino. Pero sobre todo era nuestro dios, después del
grande y único que rige el Universo con todas sus criaturas, así rujan, blasfemen, recen o canten. Isa me rizó el cabello despiadadamente. Mamá agregó a mi vestido dominguero, de muselina blanca, un radiante lazo celeste.
Feli dio tiza hasta dejarlas inmaculadas, a mis chillonas bolitas que ya conocían el contacto del lodo. En el agua de mi baño se estrujaron manojos de albahaca, y bergamota de flores lilas, menudas como cabezas de alfileritos. A las cuatro de la tarde, yo lucía fragante y resplandeciente, ante la familia extasiada.
¡Familias de los pueblos en las que los niños tienen tanta importancia, y en las que cualquier pequeño acontecimiento feliz hace vibrar a todos con esa conmovedora unanimidad del amor o herido de ningún egoísmo! Salí a la calle que ardía como un horno, mientras papá se detenía en el zaguán con uno de sus arrendatarios. Tenía que ver a Chico Carlo antes de marchar, y
deslumbrarlo con mi aroma a flores, y mi lazo de seda.
     ¡Chico Carlo! Fue mi compañero de toda la infancia, mi doble con pantalones, y la agilidad a veces maligna de un gato montés. No sé por dónde, ni adónde, se lo llevó la vida. Recuerdo su fina cara morena, su negro y enmarañado cabello, sus ojos crueles. Era un chico despiadado con todos,
pero de una áspera ternura para mí. Yo lo adoraba. Nacimos el mismo mes de marzo flamígero, nos criamos frente a frente. Su madre, amiga de la mía, solía decir:

–Los casaremos cuando sean grandes.

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