jueves, 13 de febrero de 2014

"Boulevard Sarandí" de Milton Schinca.

(Los días de la fundación y la colonia - 1726-1805)
Anécdotas, gentes, sucesos del pasado montevideano.



El primer naufragio montevideano

 En la tarde del 2 de julio de 1752 se desencadenó una furiosa tempestad sobre nuestro querido Montevideo. A 26 años de fundado, el poblado no era mas que un incipiente caserío, habitado por algunos centenares de vecinos que no llegaban a mil. A medida que entraba la noche, el viento golpeaba con mas furia sobre la península inerme, y la lluvia y la borrasca arreciaban. Los montevideanos atemorizados no recordaban haber presenciado un enfurecimiento del mar como aquel. En previsión de una noche implacable, como pintaba, todos se apresuraron a guarecer como mejor pudieran sus animales, y a amarrar con fuerza sus carros y enseres de trabajo. Aseguraron puertas y ventanas, y a oscuras, quedaron escuchando el bramido del oleaje, que resonaba casi encima de ellos como el "fortisimo" de un bronco órgano de fuelle.

En las cercanías del puerto, otras eran las preocupaciones y los comentarios de los que allí andaban, marineros y gentes de armas.Todos volvían sus miradas ansiosas hacia un punto preciso del mar. Ya había caído la noche y era imposible divisar el espacio que se abría frente a Montevideo, como no fuera bajo el fulgor intermitente y siniestro de los relámpagos. En esos fogonazos aislados podía vislumbrarse apenas, a buena distancia de la costa, la silueta zarandeada de una embarcación que inexplicablemente se encontraba anclada a tres millas hacia adentro. (A la altura del actual Campo de Golf, aproximadamente.)

Aquel puñado de observadores, empapados bajo el diluvio, comentaba desde tierra, con excitación, esa presencia imprudente. Que iría a ser de aquella nave, expuesta sin defensas al huracán? Todos sabían que barco era aquel y porque estaba allí atrapado. Acababa de permanecer tres meses a muros de nuestro puerto, proveniente de Buenos Aires, aguardando el momento de partir con rumbo a Cadiz, en viaje de "tornavuelta", a donde debía transportar pasajeros y una carga preciosa. Y vaya a saberse por que fatal inspiración, fue justamente esa tarde del 2 de julio, con la tormenta anunciándose ya en lontananza, que se decidió zarpar por fin con rumbo a ultramar. El barco, de 217 toneladas, era de bandera portuguesa, pero realizaba este viaje por cuenta de la Corona española; y llevaba un hermoso nombre inscripto en su casco: "Nuestra Señora de la Luz". Ahora, bajo los estallidos del relampagueo, se lo veía aparecer zamarreándose y bambolear sus mástiles con el velamen a medio abatir.

Pronto se supo que en aquel viaje marcharían a España ciento cuarenta y cinco personas, entre ellos 18 (o 20) pasajeros, con 12 criados entre blancos y negros. Y también se decía que en las bodegas se guardaban arcones enteros cargados de monedas de oro y plata, e incontables piezas de subido valor. Los mas fantasiosos se atrevían a hablar de un tesoro que, en conjunto, sobrepasaba el millón de pesos fuertes de aquel tiempo; cantidad que una mente de entonces no alcanzaba a redondear entera, dada su magnitud astronómica para las escalas de los valores usuales. Tales "fantasías" serían confirmadas muy poco despues por los documentos.

Mientras observaban al barco zarandeado por la tormenta, aquellos espectadores lamentaban una vez mas la razón de la extraña maniobra que realizó esa tarde el "Nuestra Señora de la Luz" y que lo llevó a salir del abrigo del puerto, y anclar a su entrada. Fue un motivo menor, que habrá que deplorar siempre. Las autoridades de la nave entendieron preferible salir de puerto para cargar mas afuera, en lanchones mas diminutos, a los animales que debían acompañar la travesía para servir de alimento al pasaje. Es que resultaba engorroso hacerlos subir, encontrándose el barco atracado en el puerto ... Aprovechando para embarcarse mas tarde en esos mismos lanchones, cinco pasajeros y diecisiete tripulantes habían quedado en tierra. Pero después, cuando pretendieron llegar hasta la nave, el viento impidió la maniobra del lanchón que los transportaba. Así quedaron en total 133 viajeros a bordo: los que ahora soportaban los terrores de la tempestad sin la mas mínima posibilidad de retornar a puerto.

El Comandante de Infantería de Montevideo, capitán José Zumelzú, arraigado en Montevideo desde hacía quince años, comentó esa noche que "nunca jamás, en todo ese tiempo, había visto embravecerse así las aguas montevideanas". Justo esa vez, con una nave inerme puerto afuera ... A altas horas de la noche, la tormenta eléctrica amainó. Un telón de espesa niebla cayó sobre el mar, así que los de tierra dejaron de avistar el barco en peligro. Ahora solo quedaba esperar hasta que aclarara, para estudiar la posibilidad de enviarle algun socorro.

Una noche interminable aquella del 2 de Julio, que en tierra se vivió con angustia y congoja indecibles. No eran muchas las esperanzas que podían alentarse para un barco en esa situación. Los marinos veteranos movían sombriamente la cabeza. "Solo un milagro ..." A pesar de que los mas de los vecinos estaban guarecidos en sus casas, la voz se corrió por el poblado, llevada quien sabe como. Muchas familias rezaron por la suerte de los viajeros. Se lloró al pariente embarcado, al amigo que partía rumbo a Cadiz. Para todos se había vuelto una figura familiar aquel navío atracado durante tres meses en el paisaje portuario, por el cual era raro que el vecindario no paseara cada día. Su suerte se sentía, por eso, como propia.

A las primeras luces, la ansiedad contenida por tantas horas pudo mas que la lluvia que no cedía y que el viento porfiado. Todo el vecindario se arriesgó a asomarse y a otear hacia el agua grisacea del amanecer. Se encontraron con un paisaje desgarrador y aterrante: el horizonte estaba desierto. Ni sombra ni rastros del hermoso velero. Una congoja indescriptible se apoderó de todos. Se miraban como si no creyeran aquello. Asomaron lágrimas, se oyeron juramentos y lamentaciones. Los hombres de mar se pusieron a especular sobre el destino posible del "Nuestra Señora de la Luz". Difícil imaginar que se hubiera hundido allí mismo, donde estaba anclado. Cien razones manejaban los veteranos para deshechar esa primera hipótesis, la mas obvia. Entraron a jugar cálculos sobre la dirección del viento (sudoeste), la intensidad con que habría soplado esa noche (90 a 100 k/h), el rumbo de las corrientes marinas en la zona. Y entonces los entendidos se inclinaron por la idea de que el barco hubiera sido arrancado de su posición , y arrastrado hacia el Este de Montevideo. Tal vez había sido arrojado sobre la costa, y acaso en alguna playa no lejana los desgraciados sobrevivientes aguardaban la llegada de socorros desde la ciudad ...

Entonces interviene el encargado de la nave siniestrada el sobrecargo y maestre don Pedro de Lea; uno de los que se quedó en tierra con idea de embarcarse en la segunda tanda, mar afuera. De Lea se presenta con urgencia ante el joven Gobernador de la Plaza, don José Joaquín de Viana y le ruega que se envíen expedicionarios a recorrer las costas hacia el Este en busca de rastros del navío perdido y sus pasajeros. Viana, profundamente conmovido al igual que todo el vecindario, dispone la partida inmediata de un cabo y un soldado de infantería para que exploraran nuestra costa, con orden de que lleguen hasta Maldonado mismo si es necesario. Parten los dos designados, Pedro Estevan y Francisco Campos, y la población montevideana se sume en una espera acongojada y prolongada. Reina consternación en la ciudad. Se celebran oficios y rogativas en nuestra única, pequeña iglesia.

Recién cuatro días después de enviados, el 7 de julio, regresan los dos expedicionarios. Declaran haber revisado la costa hasta la barra de Maldonado "sin haber adquirido ninguna noticia de dicho navío". Después se sabrá que su inspección no fue lo rigurosa que se había esperado. Tanto no lo fue, que esa misma tarde del 7 de julio, a eso de las cinco y cuarto, se vió llegar apresuradamente al poblado al vecino de extramuros don José Mendez, quien pidió para entrevistar con urgencia al Gobernador Viana. Mendez poseía una pequeña estancia sobre la costa del Río de la Plata, a varias leguas de Montevideo (se supone que entre el arroyo Carrasco y el arroyo Pando). Cuando comparece ante el Gobernador, le relata que se encontraba recogiendo ganado esa mañana, cuando debió llegarse hasta la costa, y allí encontró esparcidos sobre la arena, restos de madera y algunos cofres que bien podían pertenecer al navío desparecido. Enterado de la novedad, el propio Gobernador decidió trasladarse sin demora al lugar. Se hizo acompañar de su Secretario, Juan Gil, varios oficiales y 25 dragones.

Por desgracia, los temores se confirmaron muy pronto. Llegado el gobernador con su gente, a 4 leguas de Montevideo, examinaron los restos diseminados en la playa y no hubo posibilidad de dudas: era "un pedazo del costado del navio" que pertenecia al "Nuestra Señora de la Luz". Así en aquel 1752, a 25 años de fundada, San Felipe y Santiago conocía por primera vez todo el horror de una catástrofe marítima. En cambio no aparecían rastros de sobrevivientes. Esto abría un margen a la esperanza. Podía ocurrir que la tempestad los hubiera arrojado a algún punto mas alejado de la costa. El propio Viana decidió ampliar su búsqueda y dejando una guardia en el lugar prosiguió la exploración por la zona próxima al hallazgo. Le bastó con alejarse dos leguas mas allá del arroyo Pando: dispersos sobre la arena desierta, nueve cuerpos se encontraban exánimes. No lejos de ellos, destrozada por las aguas, pero reconocible su estructura, la arboladura completa del barco naufragado. Esparcidos aquí y allá, distintos cofres, y un poco mas alejado, un bote que pertenecía al equipaje de la tripulación.

Frente a estos trágicos hallazgos, el Gobernador Viana dispuso el inmediato regreso a Montevideo de la partida exploradora. Se decidió sepultar alli mismo a los cadaveres, no bien fueran identificados. El vecindario de Montevideo recibió con la congoja comprensible las dolorosas noticias. Pronto se organizaron partidas de buscadores que salieron afanosos a buscar las playas a la espera de nuevos hallazgos. La autoridad no se desentendió de estas búsquedas: aparte de los operativos de salvamento que podían necesitarse, había cuantiosos intereses en juego. El encargado del barco, Pedro de Lea, pidio que se pusieran en custodia los bienes que aparecieran, en salvaguardia de los intereses de cargadores y aseguradores. El mar podía ir devolviendo parte del cuantioso cargamento que encerraba el navío en sus bodegas, y había que precaverse para el caso de actos de pillaje, dificilmente evitables.

Una de las medidas que adoptó Viana fue enviar una embarcación de salvamento a la Isla de Flores, al mando del patron Juan Conde. Según los marinos mas experimentados, no podía desecharse la posibilidad de que los náufragos, embarcados en una de las lanchas que llevaba a bordo el "Nuestra Señora de la Luz", hubieran podido rumbearla hasta la isla, que no se encontraba lejos del lugar donde presumiblemente ocurrió el siniestro. Pero el 11 de julio, dos días mas tarde, regresó la embarcación "después de haber registrado las dos Islas de Flores, las piedras que estan a sotavento de la Punta de las Carretas, llamadas "Las Pipas", y demas peñas y restingas continuas a dicha Punta de las Carretas, y no descubrió ni vió fragmento alguno de navíos ni cosa que se le parezca ni alguna otra cosa particular de que dar noticia".

Dos días mas tarde, el 13, comienzan a arribar a Montevideo, en un silencioso y sobrecogedor cortejo, numerosos carros y bartulos hallados por los exploradores a lo largo de las playas en varias leguas hacia el Este. La escena es patética. Hay familiares de náufragos, hay allegados a ellos, que revisan e identifican los efectos con la congoja que es de imaginar. Pero el misterio sigue impenetrable en cuanto al destino que puedan haber sufrido los 124 náufragos de los que nada se sabe todavía. A esta altura, no son demasiado razonables las esperanzas que puedan alentarse.

Deben transcurrir, sin embargo, catorce días mas de búsqueda y ansiedad, para que el 27 de julio, alrededor de las 6 de la mañana, una partida exploradora encuentre en las playas del arroyo Solís Chico a 31 cuerpos arrojados por la corriente, que a no dudarlo pertenecen a pasajeros del navío naufragado. Y tres días mas tarde, no lejos, aparecerán 13 cadáveres mas. De este modo suman 53 los cuerpos arrojados por el mar. Se ignora y se ignorará siempre, que fue de los 78 restantes, de los que nunca mas aparecieron rastros.

Con el correr de los días, ante la evidencia de lo infructuoso de nuevas búsquedas, se abandonará el rastreo de nuestras costas. El vecindario de Montevideo, mal repuesto de su conmoción, irá devolviéndole al caserío su ritmo acostumbrado. Pero no se borrará el sentimiento luctuoso y acongojado de aquella tragedia marítima con que Montevideo había recibido, apenas a 26 años de fundada, su bautismo de horror. Se abría otro capítulo: el de la búsqueda del cuantioso tesoro naufragado. Pero esta es historia aparte.

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